Me descubro, de pronto, diciendo exactamente lo que deseo. Justo en el momento en que se me antoja.
Espeto a mi interlocutor lo que creo que merece: respuestas mordaces e hirientes a unos, elogios sinceros a otros. Y cuánto disfruto de la elección cuidadosa de cada término.
Pasa el tiempo, voy puliéndome y he prometido no volver a morderme la lengua. No por imposición ajena, al menos.
Mis palabras no me volverán a ser extrañas, y la verdad es que ahora me gusta más mi voz .
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Oh, ¡hay vida!