El niño se tira al suelo. Patalea de rabia y toma aliento un segundo, antes de continuar su grito. Se le deforma el rostro por el deseo cercenado: está prohibido jugar. Castigo a ese puñetazo traidor.
Se le exige callar. Primero en voz tenue. Después, de modo tajante.
El grito persiste. La madre nota cómo huye su constancia y sin apenas darse cuenta está azotando a su hijo.
Ambos callan. Ella disimula un arrepentimiento que hiere. Le arde la palma de la mano. Y en el silencio se escucha hablar como en una película barata: me ha dolido más a mí.
No reconoce su voz. Ni sabe cómo mirar ahora esos ojos que, de tan nuevos y brillantes, parecen cristal.
El niño -ya no grita- acaricia con sus manitas la cara de esa madre y pronuncia con aliento de olor dulzón unas palabras perfectas: Tranquila, no me ha dolido.
jueves, 10 de febrero de 2011
Suscribirse a:
Entradas (Atom)