jueves, 18 de noviembre de 2010

La Soltera

La soltera es una mujer alta y de pecho escueto. Tiene el pelo corto como protesta hacia su feminidad. Sus ojos -pequeños, negros, rasgados desde niña- brillan audaces. La piel ya se está apagando, y luce unas pocas arrugas que nacieron en la risa y en los gestos de lectora compulsiva. A veces, delante del espejo, juega a estirarse las mejillas, como ha visto hacer antes a su madre, a su abuela. Unida eternamente con su género por la coquetería.

A la soltera se le pasan los días y no sabe cómo. Cada mañana se levanta con el propósito firme de domar por fin su vida. Y luego, al salir de la ducha, se le revuelven las tripas sólo con pensar que ha abandonar su hogar. Esa casa de la que ha desterrado recuerdos inútiles -ni una fotografía de su pasado lejano- y va llenando de objetos con los que llenar el tiempo: libros, música, un piano.

La soltera está enamorada de un hombre al que escribe cartas de amor en sobres amarillos. Su gesto ritual se repite a menudo: la pluma debe estar cargada de tinta azul, la cuartilla blanca que tanto le cuesta conseguir, el silencio. Son más de cien las veces que ha pegado el sello, paseado lentamente hasta el buzón de correos. Son otras tantas las que no ha recibido respuesta.

Él le da las gracias por esa correspondencia ardorosa -es un hombre muy educado- y guarda las cartas en una caja verde de cartón.



lunes, 15 de noviembre de 2010

El Soltero

El soltero es un hombre taciturno. Tiene los dedos cortos y fuertes, amarillentos del tabaco, las yemas desgastadas, las uñas romas. Su espalda es poderosa, su andar extraño y a menudo trompicado. Mira erguido, de frente: se defiende del mundo con sus cejas pobladas y unas gafas que no le confieren tanto un aspecto intelectual como burlón.

El soltero planea cada segundo del día para no dar tregua a sus ilusiones maltrechas, aunque finge dejarse llevar. Se levanta solo y se aferra a esa soledad como si fuesen los pechos de una madre reseca. Se mira y busca en el espejo al joven que va dejando de ser, sin percatarse de que ese hombre que le observa es admirable. Pero el soltero husmea en el pasado, sobrevuela el presente, teme al futuro.

Ha construido a su alrededor una muralla de pequeñísimos detalles que le protegen de cualquier cambio. Los odia y necesita a partes iguales. El segundo café de la mañana, el cigarro liado con calma, los instantes de autocompasión.

El soltero tiene una novia que sonríe cada vez que le ve llegar con ese paso algo desgarbado en el que los pies adelantan al cuerpo más de lo normal. Le besa y parece temblorosa. Él se pregunta por qué serán las mujeres tan frioleras mientras busca su mano, porque en realidad le gusta aferrarse a ella. La novia del soltero es una desdichada. A estas alturas, aún persigue ser feliz. Él la mira un poco conmovido y le habla de lo dura que es la vida, de la crueldad de las relaciones. Le advierte que dejarse llevar es un error. Ella asiente y va dejando poco a poco que las ilusiones se deshinchen, mientras le da la razón y le acaricia la cara, esperando una palabra que no llega jamás.

Después se abrazan muy fuerte, se olisquean, se escuchan respirar y terminan susurrandose obscenidades en un acto que a ella le parece de amor sublime y a él de placer dionisíaco.