Mucha de la belleza de las flores reside en su naturaleza efímera. Al cortarlas empiezan a morir. Llegan a mis manos rebosando color, con la cuenta atrás de los grises aún invisible, pero inevitable y cierta.
El aroma también cambia: al principio es un frescor casi doloroso. Luego se vuelve dulce. Poco a poco la podredumbre se abre camino hasta emanar una clara esencia de muerte que aumenta con cada roce: caricia que desintegra las hojas ya marchitas -funambulistas audaces en un tallo fragilísimo- y por fin virutas que caen sobre maderas nobles: una mesa, un piano.
Supongo que por eso, porque se quedará todo en un recuerdo intimísimo al que jamás podré volver con ningún sentido, me ha gustado tanto tu ramo de flores. Se descompondrá ante mis ojos.
Y aún será hermoso.
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Aunque te parezca obvio no es del todo cierto que las flores al cortarlas empiecen a morir.
ResponderEliminarLas flores y nosotros, todos los seres vivos, al nacer comenzamos a morir. A las flores, al cortarlas en todo caso lo que hacemos es acelerar su muerte.
Disculpa hay días que me levanto cartesiano a tope y no tengo un sudoku a mano y la conjetura de Goldbach es demasiado para mí.
Un beso
San Ballantines.
ResponderEliminarLa próxima.
No te digo más.
Ja!
Nada de disculpas, hermoso. Tienes toda la razón, es que me pueden las licencias. Toda yo soy licencia (verso libre, me denomina mi madre). Así he salido, claro...
ResponderEliminarPolly: sea. Santificaremos la fiesta. Porque esa fecha ya es día sacro.
Besos a ambos.
Licencias, eh, ¡Licenciosa!
ResponderEliminarYo no pondría las flores sobre el piano. Un jarrón volcado, una simple gotita que rezume...
ResponderEliminar(Siento estar criticón yo también. Pero un piano es un piano.)
Un piano es un piano, y un jarrón de plata y cristal herencia familiar luce de lo más decadente. Que una es esteta. Y licenciosa, sí. Bastante.
ResponderEliminarBeso