miércoles, 19 de agosto de 2009

Tablas

En algún momento, no sabría decir exactamente cuándo, su sonrisa femenina empezó a parecerle una mueca.

La entrega que ella le demostraba, hasta entonces tan halagadora, pasó a ser una especie de servicio un poco asfixiante, costumbre agradablemente aceptada al fin y recompensada apenas con algún instante de atención.

Se escudó en ese libre albedrío que conforma el acercamiento entre dos seres:"Nada te ata a mí salvo tu voluntad. No voy a pedirte que te quedes".

Debía haber sabido, él, tan frío, cuán inmenso es el poder del despecho.

Debía haber sabido, ella, tan observadora, que nadie le había pedido nada.

La torre, el alfil. Amores imposibles.

3 comentarios:

  1. Ya lo decía Maquiavelo, las propias cadenas son las más sólidas...

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  2. Algo me suenan esas dos actitudes. Se me ocurre que quizá lo que llamas libre albedrío no era sólo una excusa, un escudo; al menos, puede no serlo. El despecho, en cambio, admite pocos matices. Quizá, los de la torre y el alfil, más que amores imposibles sean dos sentimientos distintos.

    Me gustaría enrollarme a partir de lo que me sugieres con tus breves líneas, pero como eres tan enigmática a lo mejor desbarro completamente y resulta que a lo que te refieres nada tiene que ver. En plan chismoso: ¿después del despecho se necesita el consuelo?

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  3. Miroslav, tu coloralio cotilla no tiene precio. En serio: yo te contesto encantada. Pero (creo que te lo dije una vez) lo que escribo aquí no es más que distorsión de lo que veo, o lo que me pasa. Me vida es mucho menos apasionada.

    Aún así, como experta en despechos anteriores, creo que (una vez superada la tentación de contratar alguna banda de rumanos) el mejor remedio es: una mano amiga, un buen whisky de malta y tener muchas cosas por hacer. La mano será libre de consolar como quiera, claro.

    Lansky: certero como siempre.

    Besos a ambos.

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Oh, ¡hay vida!