De pequeño pegaba su ojo oscuro a la cerradura y veía las siluetas de sus padres moverse, discutiendo, encerrados: con una silla bloqueaban el picaporte, y él jamás pudo entrar a rogar silencio.
Le prohibían el paso.
Pero le otorgaban la limosna del murmullo in crescendo.
Y él se esforzaba por identificar en esas voces terribles aquellas que minutos antes le habían dado las buenas noches, aleteando y arrullándole con besos, mientras temía que nunca más volvieran.
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Oh, ¡hay vida!