Siempre me han gustado esas manos que ahora se engarfian, moteadas y torpes.
Sé que cocinaban con pulcritud, con gesto prusiano. Recuerdo cómo, en una coreografía lenta, santiguaban a su dueña cada día. Las sentí acariciar mi cabeza infantil, las vi tejer chaquetas diminutas.
Aquellas manos se deslizaban sobre el piano e interpretaban a Chopin, aunque preferían los zorzicos que traían de vuelta el hogar norteño abandonado.
Hoy se agarran con fuerza entre sí. Se retuercen, y les da miedo tocar a nadie, porque no están muy seguras de si ese señor que contesta de modo algo brusco será su hijo o un desconocido que viene a llevárselas lejos, harto de que le cuenten cómo les gustaría volver a ver a su madre mientras preguntan -otra vez- quién es la niña que sonríe en la foto.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
¡Pobrecita!
ResponderEliminar